miércoles, 21 de octubre de 2009

Un texto de Yndira Fernández: Olor a lechuga fresca…

Foto: Pequeño diputado, Kevin Vásquez (http://www.flickr.com/)


Me recuerdo adolescente caminando por las inmediaciones del Capitolio Nacional o del Palacio de las Academias y mi nariz comienza a percibir un olor, un olor tan especial que por instantes podría olvidar el bullicio del centro de Caracas.

Buscando analogía con algo caigo en cuenta de que es un olor a lechuga fresca. Así puedo definirlo. Ha pasado el tiempo y puedo percibir el mismo grato aroma, que creo provenía de los jardines que flanquean el edificio del Capitolio, producido por la mezcla del agua con la tierra y los arbustos.

Si piensas que el centro de la ciudad es solo caos, la invitación es a detenernos, a afinar el olfato y dejarnos seducir por sutiles olores, como ese de tierra mojada que distinguimos desde la infancia y que parecemos haber olvidado. Reencontrarlo puede recordarnos que aún estamos vivos en esta gran ciudad.


viernes, 9 de octubre de 2009

La lluvia, mi abuela y yo

Encerrados como estamos en grandes edificios de hormigón, o rodeados de ellos, hemos olvidado el maravilloso olor y el sonido de la lluvia al contacto con la tierra, con el pavimento, con los techos que dejan pasar su sonoridad. Para mí, de pequeña, los grandes aguaceros se debían a que el cielo se estaba cayendo. Mi abuela no lo desmentía, y era mi cómplice en figurarnos que al chocar contra el pavimento las gotas se transformaban en millones de pequeñas coronas de vidrio. En Caracas, como en el pueblo de donde vengo, la lluvia lava las calles y deja traslucir por minutos su verdadero olor, un olor atávico que se devela ante quienes lo quieran sentir, un olor mineral que también invita a mojarse de ella, como cuando de escolares o liceístas era un reto gozoso que nos empapara los uniformes. Al ver esta escultura de Lorenzo González, La tempestad, renazco niña junto a mi abuela en una tarde de tormenta, y se repite lo que a mis siete años, cuando ella incubaba en mí las historias y fábulas que me impulsaron a escribir.
En estos días llueve tanto...

Foto: Escultura La tempestad de Lorenzo González, ubicada en la GAN (venezolano). Don Perucho http://flickr.com/

sábado, 3 de octubre de 2009

El primer texto

Este es el texto de muestra que envié a mis amigos para animarlos a escribir:

El gran árbol frente a la que era mi casa, un caobo, expulsa sus hojas y semillas a principios de año. Sus frutos leñosos, al caer y partirse, asemejan canoas de miniatura, con las que mis hijos jugaron. Luego obsequia montones de florecillas fragantes. A muchos transeúntes, vecinos, dueños de vehículos, barrenderos, etc. les molesta la chorreante profusión de las minúsculas flores. Yo en cambio lo agradecí y aprendí a aspirar su olor dulce y silvestre, muy típico. Hacerlo me produce una inmensa paz y me devuelve a la naturaleza cíclica, a la certeza de que somos eternos y que debemos reanudar nuestro lazo con los árboles. En Caracas hay muchos lugares aún donde se yerguen orgullosos caobos. Cada vez que paso a su lado en la época de floración, aprovecho para poner en práctica ese placer: inspiro profundamente y me es inevitable cerrar los ojos y transportarme. Verdad o no, en ese momento para mí bate más la brisa en esa calle, y recuerdo aquél himno de Alfredo Pietri que no pocas veces cantamos en la escuela: “Al árbol debemos solícito amor, jamás olvidemos que es obra de Dios”.