jueves, 4 de octubre de 2018

Las últimas traslaciones










El niño que enterramos esta mañana lloraba tanto
que hubo necesidad de llamar a los perros para que callase.
Federico García Lorca

Al líder le parecían perniciosas las metáforas, y consecuente con ello gobernó. Todo había comenzado cuando, de niño, su madre le explicaba el mundo de un modo complicado. Le marcó más el hecho de que ella intervenía en sus peleas con el hermano menor, las que resolvía diciendo: “ofrece la otra mejilla”… ¿Qué era eso de ofrecer la otra mejilla? Siempre intentaba dirimir las peleas, que ya ocurrían con frecuencia diaria, humillándolo a cuenta de ser el hermano mayor. Y en la guerrita doméstica entre su madre y su padre, este último perdía sin remedio ante las poderosas y destructivas metáforas de la mujer, violencia verbal que al término de la edad madura lo condujo al suicidio.

Como resultado, él no se convirtió en el hombre que su familia y la sociedad desearon. Antes bien, su odio creció hasta ser indisoluble. Al ser el hermano mayor asumió la herencia de tal disfuncionalidad familiar: soberbia y megalomanía.

Para él, desde que Dios pronunció el sintagma “hágase la luz”, comenzaron los males de la historia. Lo primero que hizo, ya erigido líder, fue prohibir La Biblia de los anaqueles públicos y perseguirla en los privados, con lo cual pasó a ser un objeto clandestino y a su pesar codiciado. Igual suerte corrió la literatura metonímica, pero se salvaron la novela histórica, los relatos de viaje, las literaturas epistolares -siempre que no contuvieran metonimias-. Las distopías, las ucronías y la ciencia ficción se salvaron por tratarse de representaciones de tiempos no advenidos aún. En la nueva gramática se impuso la teoría que proscribía la polisemia del lenguaje “por atentar contra su pureza”. Los poetas fueron exiliados y algunos ahorcados siguiendo los modelos históricos de las revoluciones. Se crearon los Comités de la Realidad para vigilar a los ciudadanos que voluntaria o involuntariamente disfrazaran la verdad a través de asociaciones pérfidas. Así, se tipificaron nuevos delitos: realicidio, hermetismo calificado, traslación (de primer y segundo grado), analogía en grado de falsedad, algoritmo analógico consumado, disfrazamiento contumaz, mentira continuada.

Tras las metáforas eran también perseguidas las parábolas, los símiles (por considerarse que la mayoría de las veces no aplicaban), las alegorías, las hipérboles, sinécdoques, antonomasias, ironías y como variante de esta última, los sarcasmos.

En el discurso diario colmado de literalidad las palabras pesaban como bloques, al ser cortadas las alas de la polisemia. Paradójicamente hubo un espacio donde la metáfora floreció, y fue en la cárcel. Por ejemplo, se conoció como la “Avenida de la Felicidad” al lugar de la cárcel nacional donde los prisioneros esperaban sentados la tortura. “Dar máquina” era aplicar la picana. No se asesinaba, se mandaba “para arriba”, se “trasladaba” a los presos. Y al secuestro lo llamaban “chuparse” a alguien, mientras el secuestrado era un “paquete”. El traslado hacia la muerte era un traslado a una “granja de recuperación”; la esclavitud, “un proceso de recuperación”. Así se ocultó, con lingüística, la cruel locura de esas noticias antes de salir a la luz pública. En la época de mayor “saneamiento” prosperó el rumor, por supuesto, considerado un mal menor de la refundación de la Nación.

Con el tiempo la poesía emergió en la oscuridad sin que el autócrata y sus acólitos la notaran, ciegos como estaban podando los discursos en la superficie. Brotaba a chorros de las esquinas, al amparo de las sombras. Al gobernante le vino en forma de hijo y fue su perdición: las primeras palabras del bebé no eran literales, antes bien, en lugar de agua pedía “frío”, en lugar de juguetes, “tesoros”, en lugar de ropa, “plumas”. Ahí estaba de vuelta el espectro de su madre, pidiéndole poner la otra mejilla. Su estupor fue la oportunidad que aprovecharon los rebeldes para imponerle la pena sumaria: escuchar día y noche las parábolas de Jesús, las ficciones de Borges y la historia ilustrada de la humanidad. Tardó solo dos años revertir diez de revolución. Con palabras aladas como discurso diario, le correspondería a la ahora sucia realidad ser proscrita para siempre, y ella vestiría de nuevo, como quiso un poeta llamado Novalis, la dignidad de lo desconocido.

Inés González ©

Relato del libro Gente de signos (Editorial Lector Cómplice, 2018)