Los Chorros - Foto: Argenis Bellizzio |
Sobre ese espacio verde se levantan imponentes las columnas que
sostienen la avenida Boyacá, mejor conocida como la Cota Mil , uniendo Caracas
de este a oeste. Los habitantes de la Sultana, siempre particulares, han
acostumbrado llamar las autopistas con nombres que recuerdan muchas
ramificaciones: La Araña ,
El Pulpo y El Ciempiés. Muestra de la trama y urdimbre caraqueña.
El hilado que cruza la ciudad se refleja claramente por encima y por
debajo del Parque Los Chorros, ese bosque de 4 hectáreas inaugurado
en 1971 y que a principios del siglo veinte fue un importante lugar recreativo
y de encuentro.
En la antigüedad se llegaba al Parque por tranvías eléctricos que
esperaban en la estación Agua de Maíz, en Los Dos Caminos. Caobos, ceibas y
bucares -testigos de la época- siguen dando la bienvenida hoy en día. Sonidos
del viento y pequeños objetos que caen llevan a reencontrarse con los
“cachitos” de la infancia, usados como collares, pulseras y simulando
instrumentos de viento.
Si uno se encuentra caminando en la Cota
Mil un domingo en la mañana puede escuchar un estruendo de
aguas, aquella que cae majestuosa bañando
las faldas del Ávila, y seduce los sentidos. Estando en el Parque los sonidos
se confunden, por un momento risas de niños, y a los lejos los motores de los
vehículos que circulan por la autopista.
La trama se presenta de muchas maneras, unas veces en forma de raíces
que se aferran a las paredes para dar vida y sostén a plantas grandes y
acorazonadas, otras como raicillas que parecen barbas remojadas, esperando
quien las hile.
Verde y amarillo se confunden en el espesor de esos parajes. Los bambúes
hacen un entramado natural de troncos que, a punto de caer, fueron sostenidos
por sus hermanos aún en pie. Conocidos como “madera de los pobres” en India y
“el amigo de la gente” en China, el bambú crece en Los Chorros, y sus altas
cañas se confunden entre sí para dar la apariencia de un tejido sin igual. Los
más pequeños escoltan el camino. También se observan espigadas flores, unas
amarillas, otras coloradas.
Recorriendo el Parque se encuentran caminerías protegidas por barandas
verdes, decoradas con sutiles filigranas que armonizan con el entorno. Más
adelante los miradores Boyacá y La
Llovizna que conducen al visitante al espectáculo de agua
cayendo hasta pulverizarse y convertirse en rocío que acaricia alma y piel. La
cascada desemboca formando un pozo rodeado de paredes rocosas y piedras
caprichosas.
Muy cerca del pozo se encuentran otras rocas donde poder sentarse y
contemplar. Otro pequeño bosque se puede observar, esta vez diminuto, formado
por tejidos superpuestos de fina seda natural y fabricados por una hilandera
arácnida, negra con puntos carmesí, habitante privilegiada de ese espacio
natural.
Estudiosos han comprobado que las telarañas son más resistentes que los
hilos de acero, así como el bambú por su resistencia y flexibilidad es conocido
como acero vegetal. Las bases que
descansan sobre el Parque y sostienen la Cota
Mil se entrelazan para formar un tejido particular.
Experiencias diferentes que acercan y atraen, una desde lo alto de la
autopista, la otra a los pies del cerro aquel, bañado por las aguas cristalinas
que recorren, como hilos de plata, las sinuosas veredas de Los Chorros.
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