La pena del venezolano
4 de abril de 2011. 12:50 pm del mediodía. Metro de Caracas. Estación Plaza Venezuela. Alguien abandona su asiento para descender del tren. Dos mujeres tratamos de sentarnos en el asiento recién desocupado. Las dos sentimos pena, nos cedemos mutuamente el beneficio. Ella finalmente se sienta y yo me resigno a esperar de pie, agarrada a un salvador tubo metálico, pero no duro mucho… un joven muchacho aindiado me cede su puesto. Hago más que agradecer: ver su rostro y porte por un rato y volver a hacer una de esas reflexiones culturales, o tontas, mientras me viene a la memoria aquella cuña publicitaria en la que unos citadinos en un paseo de autobús al Amazonas lanzaban basura hacia afuera mientras gritaban ¡miren a los indios!, y los “indios” la recogían y la encestaban. Creo que decía al final: Venezuela, un país para querer…, y se quedaba uno con la desazón de escuchar llamar indio, como peyorativo, a lo no civilizado.
A esa hora, el muchacho aindiado
y las dos mujeres fuimos civilizados. Gracias a la “pena”, fuimos ciudadanos,
practicamos aquello de que “mi derecho termina donde comienza el de los demás”,
aquello de ser amables, aquello de no mostrar que estamos cansados y nos
queremos sentar. La pena del venezolano no significa tristeza, como aparece en los
diccionarios. Es algo que nos enseñaron a sentir desde chiquitos: usted siente hambre, no lo demuestra; usted está muy bravo, o muy alegre, no lo
demuestra tampoco; usted se viste decente, de lo contrario sentirá pena; usted, señorita, cuando se siente, cierre las
piernas ¿no le da pena?...
Existe la pena más común, la pena
propia y la “pena ajena”, como dice el dicho. Es un tipo de vergüenza: una
vergüenza social, que es no mostrarnos del todo ante los demás. Porque el
animal es animal, ¿saben? Cumple todos sus instintos y necesidades y no hay
problema con eso, mientras que lo humano es lo cultural en añadidura, todo
aquello intangible que revela grados de conocimiento y experiencia. En estos
días, acabado de ocurrir el terremoto devastador de Japón, hemos sabido de la
actitud de los japoneses al verlos tan estoicos: dizque no lloran, no se
desesperan, dizque porque fueron enseñados a no molestar al prójimo con
energías perturbadoras. Se me parece a eso de la pena.
En nuestro caso, tenían que ser
las 12:50 p.m (léase: poca afluencia de pasajeros en el subterráneo) para ver a
la pena criolla aflorar en toda su dimensión. Me pregunto: ¿cuando salga por el
torniquete hacia mi destino, estación Bellas Artes, será otro “cantar”? Las
manillas del reloj habrán girado un poco y seremos los mismos que en la hora
pico, no tendremos ningún turbación ante el ser social que es el prójimo, que
son “los demás”, esos aún más lejanos hoy que nunca. Lo confirmo. Un muchacho
“afrovenezolano” se le atraviesa violentamente a uno “achinado”, casi se lo
lleva por delante (no es una cosa de razas la pena o la falta de ella, ya lo vi
antes, en el vagón).
Antes de salir del tren a mi
diligencia programada me pregunto si mis hijos tendrán esa cultura cismática,
si existe para ellos un antes que fue diferente a este después, si sienten pena
de mostrar sus necesidades ante la multitud o sucumben a la pulsión de
sobrevivir en esta urbe, si se mimetizan con los demás en la práctica diaria de
la ley del más fuerte… Los conozco un poco, y supongo, pronunciando una palabra
de moda, que las más veces la pena “los dignifica”.
Buenas tardes, me gustaría tener contacto con usted para corrector de una novela escrita por mi.Jose Acosta
ResponderEliminarSaludos, espero pronto su repuesta soy de Caracas