Encerrados como estamos en grandes edificios de hormigón, o rodeados de ellos, hemos olvidado el maravilloso olor y el sonido de la lluvia al contacto con la tierra, con el pavimento, con los techos que dejan pasar su sonoridad. Para mí, de pequeña, los grandes aguaceros se debían a que el cielo se estaba cayendo. Mi abuela no lo desmentía, y era mi cómplice en figurarnos que al chocar contra el pavimento las gotas se transformaban en millones de pequeñas coronas de vidrio. En Caracas, como en el pueblo de donde vengo, la lluvia lava las calles y deja traslucir por minutos su verdadero olor, un olor atávico que se devela ante quienes lo quieran sentir, un olor mineral que también invita a mojarse de ella, como cuando de escolares o liceístas era un reto gozoso que nos empapara los uniformes. Al ver esta escultura de Lorenzo González, La tempestad, renazco niña junto a mi abuela en una tarde de tormenta, y se repite lo que a mis siete años, cuando ella incubaba en mí las historias y fábulas que me impulsaron a escribir.
En estos días llueve tanto...
Foto: Escultura La tempestad de Lorenzo González, ubicada en la GAN (venezolano). Don Perucho http://flickr.com/
Hermoso texto!!
ResponderEliminarMe hace revivir momentos de mi infancia, cuando me gustaba mojarme en el patio, con la lluvia que caía.
Mi prima Wendy y yo, cual danzarinas bajo la lluvia. Mi madre y mi abuelo, los felices espectadores.
Me siento muy honrado por que una de mis fotografías sea egalanada con tan bello texto.
ResponderEliminarMe recuerda a mis abuela y a mi madre que me enseñaron a disfrutar de la naturaleza en toda su expresión.
Gracias por tan bello trabajo, demuestras una gtran sensibilidad y estética literaria.
Te felicito y gracias por compartir tu arte