sábado, 18 de enero de 2020

viernes, 30 de noviembre de 2018

Cosecha de viento







Quiso invocar realidad mediante palabras. Rastreaba la neblina, que favorece búsquedas similares, y para hallarla se había mudado a un bosque no tocado por la mano del hombre, a una gruta pequeña que podría ser reclamada solamente por animales.

Primero era necesario descubrir la conexión entre el sonido y la esencia de las cosas. Para ello debía olvidarse definitivamente de la escritura: estaba convencido de que el ser humano imprimió con las grafías su naturaleza arbitraria. A la hora de la gran elección se preguntó de cuál universo decodificaría primero las conexiones, ¿del tangible universo de las cosas o del oscuro intangible de las ideas? Sin dudarlo escogió el intangible, pues de qué le serviría hallar el noema1 de mesa: al cabo de su experimento estaría el mundo repleto de millones de mesas sin sus correspondientes sillas y quizá con insuficientes comensales o trabajadores apoyados sobre ellas, es decir, sin funciones. Tampoco la iconografía le llamaba la atención: descu­brir correspondencias entre la manipulación de diferentes materiales y los conceptos le parecía aburrido, y eso pertenecía al campo de las creaciones netamente humanas, es decir, al campo cultural, que siempre le había producido arcadas de asco.
Respecto al signo lingüístico, pensaba que entre el concepto y la imagen acústica que lo verbaliza tenía que haber algo, un catalizador ahora vedado al humano quizá como condena por su misma arbitra­riedad, ese defecto producto de su afán autoperpetuador.

Sorteó el problema de los idiomas. Los actuales sin duda con­tenían la mayor carga de arbitrariedad, y al hacer un recorrido re­trógrado, en la bruma de los tiempos se topó de frente con sonidos onomatopéyicos en atávica cópula con los elementos, en esa era cuando los signos vagaban sin inhibición pues los hombres y las mujeres vivían en los dominios de la divinidad. Se preguntaba qué quedaba de eso en el presente ahora que él buscaba los catalizadores.

Debía borrar el mundo y sus objetos tal como los conocía. Lue­go su yo empírico, sus actos e intereses. Entonces el ciudadano dio paso a una especie de animal metafísico; vio pasar ante sus ojos, en despedida, la familiaridad de lo antropomórfico, las cuadraturas artificiales con que el hombre construyó su realidad, los pigmentos con que se habían coloreado los días, los calendarios y todo cono­cimiento del tiempo; millones de letras, guarismos, signos y figura­ciones; las herramientas, leyes y mecanismos de la tecnología; todas las sustancias y fórmulas internalizadas por la cotidianidad de su uso y consumo; el vino, la leche, el oro, el vidrio, la voz, el rumor, la psicología aprendida en la convivencia, la virgen, el dios, los ángeles, los demonios, las notas musicales, la cultura toda.

El bosque a su alrededor se iba esfumando, y ya no sabía del mundo cuál era la forma y cuál el fondo, si estaba en la gruta o él la contenía en sí mismo. Después de depurar su psiquis, borrando las huellas que en ella habían dejado los idiomas hablados, sus neuronas limpias actuaron como un cedazo, permitiéndole “ver” aquellos so­nidos que atraviesan el éter y se posan en la materia, transformándola. De tal forma encontró las revelaciones en el viento, y la manera de acceder a ellas consistió en un difícil ritual: actuarse primitivo. Fue más difícil aún porque hubo de deslastrarse de todo lo accesorio del devenir, ponerse en posición fetal, redescubrir los signos con que se expresa el universo químico, el físico y el metafísico, revolcarse en el humus y el detritus, entender a los insectos y saber oír la microscopía que en millones siempre estuvo a su lado pero no per­cibió. Hubo ruido blanco. Aparecieron ante sus ojos los fosfenos, y en sus oídos los acúfenos fantasmas, esos enlaces directos con la realidad acallados por el ser antiguo y contemporáneo. Sin media­ción de cerebro los estaba reencontrando.

El cometido fue logrado. El vocablo nombrado luego de descu­brir el nexo natural entre sonido y concepto sería acción sin media­ciones, contra lo que habían afirmado los renombrados lingüistas, incluyéndolo a él —¿no dizque el nexo entre palabra y esencia era inmotivado y arbitrario, simple convención humana?—. Pues no.

El término escogido para el primer ejercicio fue el que ex­presaba muerte, en su opinión el único concepto que se renueva constantemente, cuya implacabilidad renace con cada uso, con cada enunciación. Decir su nombre-catalizador en esa extraña mezcla de gemido y escupitajo que descubrió, con contorsiones incluidas, era la muerte misma, la que interrumpe todos los cursos vitales y cede paso a la descomposición y a la dimensión química —el verdadero más allá. A los términos escogidos les hallaría el sonido propio, su noema. En pensamiento puro, “muerte” sería algo así como “fuis­te, pero ya no eres sino un rastro”. Entonces ensayó el noema de muerte en presencia de un ave y ésta murió; luego ante un insecto, y su aleteo cesó hasta caer a sus pies; finalmente lo hizo enfrente de una planta, cuyas raíces a partir de ese momento ignoraron los nutrientes y el riego.
Siguió con otro concepto fundamental, aunque peor: “vida”. Era peor porque encarnaría las terribles criaturas que prefiguraba en su mente para devolver a la humanidad al mundo insuflado de divinidad. Así había abordado la ciencia del funcionamiento del pensamiento, contestando al interrogante de cómo se conoce el universo. De aquí en adelante es obvio que esta palabra, cuya versión anterior se pro­nunciaba y se escribía sin ningún efecto patente en la realidad, ahora se cometerá, se proferirá, como se profieren y cometen los crímenes.

Allí en la gruta nacieron a continuación dioses grotescos, crue­les e invulnerables, ansiosos por salir. A él le parecieron vulvas re­lajadas, enamoradas de sí mismas y sin otra misión que devorar al espectador. Ellos no quisieron nacer, no necesitaban el habla porque entendían perfectamente el mundo, a diferencia de los humanos, que articulan voces y por ello viven ensimismados e ignaros. Lo demás será historia.

1. Pensamiento, contenido de la actividad de pensar. Es la idea, el contenido de lo pensado. Hace referencia, según su etimología griega, al pensamiento o concepto como opuesto a las sensaciones o datos.


Inés González ©
Relato del libro Gente de signos (Editorial Lector Cómplice, 2018)

jueves, 4 de octubre de 2018

Las últimas traslaciones










El niño que enterramos esta mañana lloraba tanto
que hubo necesidad de llamar a los perros para que callase.
Federico García Lorca

Al líder le parecían perniciosas las metáforas, y consecuente con ello gobernó. Todo había comenzado cuando, de niño, su madre le explicaba el mundo de un modo complicado. Le marcó más el hecho de que ella intervenía en sus peleas con el hermano menor, las que resolvía diciendo: “ofrece la otra mejilla”… ¿Qué era eso de ofrecer la otra mejilla? Siempre intentaba dirimir las peleas, que ya ocurrían con frecuencia diaria, humillándolo a cuenta de ser el hermano mayor. Y en la guerrita doméstica entre su madre y su padre, este último perdía sin remedio ante las poderosas y destructivas metáforas de la mujer, violencia verbal que al término de la edad madura lo condujo al suicidio.

Como resultado, él no se convirtió en el hombre que su familia y la sociedad desearon. Antes bien, su odio creció hasta ser indisoluble. Al ser el hermano mayor asumió la herencia de tal disfuncionalidad familiar: soberbia y megalomanía.

Para él, desde que Dios pronunció el sintagma “hágase la luz”, comenzaron los males de la historia. Lo primero que hizo, ya erigido líder, fue prohibir La Biblia de los anaqueles públicos y perseguirla en los privados, con lo cual pasó a ser un objeto clandestino y a su pesar codiciado. Igual suerte corrió la literatura metonímica, pero se salvaron la novela histórica, los relatos de viaje, las literaturas epistolares -siempre que no contuvieran metonimias-. Las distopías, las ucronías y la ciencia ficción se salvaron por tratarse de representaciones de tiempos no advenidos aún. En la nueva gramática se impuso la teoría que proscribía la polisemia del lenguaje “por atentar contra su pureza”. Los poetas fueron exiliados y algunos ahorcados siguiendo los modelos históricos de las revoluciones. Se crearon los Comités de la Realidad para vigilar a los ciudadanos que voluntaria o involuntariamente disfrazaran la verdad a través de asociaciones pérfidas. Así, se tipificaron nuevos delitos: realicidio, hermetismo calificado, traslación (de primer y segundo grado), analogía en grado de falsedad, algoritmo analógico consumado, disfrazamiento contumaz, mentira continuada.

Tras las metáforas eran también perseguidas las parábolas, los símiles (por considerarse que la mayoría de las veces no aplicaban), las alegorías, las hipérboles, sinécdoques, antonomasias, ironías y como variante de esta última, los sarcasmos.

En el discurso diario colmado de literalidad las palabras pesaban como bloques, al ser cortadas las alas de la polisemia. Paradójicamente hubo un espacio donde la metáfora floreció, y fue en la cárcel. Por ejemplo, se conoció como la “Avenida de la Felicidad” al lugar de la cárcel nacional donde los prisioneros esperaban sentados la tortura. “Dar máquina” era aplicar la picana. No se asesinaba, se mandaba “para arriba”, se “trasladaba” a los presos. Y al secuestro lo llamaban “chuparse” a alguien, mientras el secuestrado era un “paquete”. El traslado hacia la muerte era un traslado a una “granja de recuperación”; la esclavitud, “un proceso de recuperación”. Así se ocultó, con lingüística, la cruel locura de esas noticias antes de salir a la luz pública. En la época de mayor “saneamiento” prosperó el rumor, por supuesto, considerado un mal menor de la refundación de la Nación.

Con el tiempo la poesía emergió en la oscuridad sin que el autócrata y sus acólitos la notaran, ciegos como estaban podando los discursos en la superficie. Brotaba a chorros de las esquinas, al amparo de las sombras. Al gobernante le vino en forma de hijo y fue su perdición: las primeras palabras del bebé no eran literales, antes bien, en lugar de agua pedía “frío”, en lugar de juguetes, “tesoros”, en lugar de ropa, “plumas”. Ahí estaba de vuelta el espectro de su madre, pidiéndole poner la otra mejilla. Su estupor fue la oportunidad que aprovecharon los rebeldes para imponerle la pena sumaria: escuchar día y noche las parábolas de Jesús, las ficciones de Borges y la historia ilustrada de la humanidad. Tardó solo dos años revertir diez de revolución. Con palabras aladas como discurso diario, le correspondería a la ahora sucia realidad ser proscrita para siempre, y ella vestiría de nuevo, como quiso un poeta llamado Novalis, la dignidad de lo desconocido.

Inés González ©

Relato del libro Gente de signos (Editorial Lector Cómplice, 2018)