lunes, 1 de diciembre de 2014

domingo, 30 de noviembre de 2014

miércoles, 15 de agosto de 2012

Tejido natural en Los Chorros: crónica de Yndira Fernández incluida en el libro La Voz de la ciudad...

Los Chorros - Foto: Argenis Bellizzio

Sobre ese espacio verde se levantan imponentes las columnas que sostienen la avenida Boyacá, mejor conocida como la Cota Mil, uniendo Caracas de este a oeste. Los habitantes de la Sultana, siempre particulares, han acostumbrado llamar las autopistas con nombres que recuerdan muchas ramificaciones: La Araña, El Pulpo y El Ciempiés. Muestra de la trama y urdimbre caraqueña.

El hilado que cruza la ciudad se refleja claramente por encima y por debajo del Parque Los Chorros, ese bosque de 4 hectáreas inaugurado en 1971 y que a principios del siglo veinte fue un importante lugar recreativo y de encuentro.

En la antigüedad se llegaba al Parque por tranvías eléctricos que esperaban en la estación Agua de Maíz, en Los Dos Caminos. Caobos, ceibas y bucares -testigos de la época- siguen dando la bienvenida hoy en día. Sonidos del viento y pequeños objetos que caen llevan a reencontrarse con los “cachitos” de la infancia, usados como collares, pulseras y simulando instrumentos de viento.

Si uno se encuentra caminando en la Cota Mil un domingo en la mañana puede escuchar un estruendo de aguas, aquella  que cae majestuosa bañando las faldas del Ávila, y seduce los sentidos. Estando en el Parque los sonidos se confunden, por un momento risas de niños, y a los lejos los motores de los vehículos que circulan por la autopista.

La trama se presenta de muchas maneras, unas veces en forma de raíces que se aferran a las paredes para dar vida y sostén a plantas grandes y acorazonadas, otras como raicillas que parecen barbas remojadas, esperando quien las hile.

Verde y amarillo se confunden en el espesor de esos parajes. Los bambúes hacen un entramado natural de troncos que, a punto de caer, fueron sostenidos por sus hermanos aún en pie. Conocidos como “madera de los pobres” en India y “el amigo de la gente” en China, el bambú crece en Los Chorros, y sus altas cañas se confunden entre sí para dar la apariencia de un tejido sin igual. Los más pequeños escoltan el camino. También se observan espigadas flores, unas amarillas, otras coloradas.

Recorriendo el Parque se encuentran caminerías protegidas por barandas verdes, decoradas con sutiles filigranas que armonizan con el entorno. Más adelante los miradores Boyacá y La Llovizna que conducen al visitante al espectáculo de agua cayendo hasta pulverizarse y convertirse en rocío que acaricia alma y piel. La cascada desemboca formando un pozo rodeado de paredes rocosas y piedras caprichosas.

Muy cerca del pozo se encuentran otras rocas donde poder sentarse y contemplar. Otro pequeño bosque se puede observar, esta vez diminuto, formado por tejidos superpuestos de fina seda natural y fabricados por una hilandera arácnida, negra con puntos carmesí, habitante privilegiada de ese espacio natural.

Estudiosos han comprobado que las telarañas son más resistentes que los hilos de acero, así como el bambú por su resistencia y flexibilidad es conocido como acero vegetal. Las bases que descansan sobre el Parque y sostienen la Cota Mil se entrelazan para formar un tejido particular.

Experiencias diferentes que acercan y atraen, una desde lo alto de la autopista, la otra a los pies del cerro aquel, bañado por las aguas cristalinas que recorren, como hilos de plata, las sinuosas veredas de Los Chorros.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Neón (unos fragmentos que nos regala Yurimia Boscán)

Foto: Argenis Bellizzio


AL BAJAR DEL AUTOBÚS
La calle se detiene lenta sobre mis ojos. Termino cabezabaja (tal vez la alcantarilla esté abierta). Cuento transeúntes al azar. Cualquiera puede abrazar el sexo abaratado, o atar su sed a un bar oscuro. La ciudad se eleva en el color naranja de las orillas. Allí está la otra parte. Y nadie duerme. Simulan vivir entre la dignidad y la carencia. La ciudad, mientras más alta, más hondo nos socava.

ESTACIÓN CAPITOLIO
Dentro del edificio la gente corre de prisa entre respiraciones. La boca del metro espera pálida y mortal (pena de mí, soy como todos).

ESTACIÓN BELLAS ARTES
Cobijada de esculturas pretendí reconciliarme. Paseé por árboles e insectos, museos y parques, plazas, buñuelos y polvorosas. Hice del humo oxígeno. No leí la prensa. Me convertí en hormiga, en jardín, en sombra y chaguaramo. En pleno centro. Calle, calleja, callejón. La vida en su pasa y pasa nada termina por resolver. La noche retorna a embombillarse la cobija. Y de nuevo el murmullo apareado de sílabas perdidas desconjura tu nombre.

ODEÓN
La música sirve de telón, afloja la calma. Bajo sus luces de neón, pies al ritmo, cuerpos al son. Mi bohemia. Tu sudor. La gente está en calma. Las penas se van con los atareados días de diciembre (quizás vuelvan). Casi muerta los miro desde la extraña ventana compañera. En silencio, en El Silencio.
De esta ciudad cíclope soy. Urbana contradicción en tránsito. Andante, melancolía sudorosa.
A esta ciudad me inmolo, serena, turbia, casi humana.
Cargo la neblina a cuestas (mi casa de las Colinas) y tengo de pasamanos vacío de carretera que lleva y trae.
Caracas: para habitar en ti hay que inventar antídotos para la muerte ¿O para la vida?

Foto: Argenis Bellizio

miércoles, 23 de junio de 2010

Un texto de Marinela Mata: Ante mis sentidos

Foto: Marinela Mata
Cuando algunos aún despiden sus sueños, yo me incorporo al paisaje, procuro la calidez aún ausente, distingo siluetas y emprendo paso a paso mi marcha hasta sentir mis latidos y el aire que fluye de nariz a diafragma y viceversa.
Mezcla de verdes intensos y vapor de rocío recién abandonan un entreverado de regias y minúsculas lanzas… Por ley natural sé que emergen, pero para mí danzan en vaivén adheridas al cimiento vestido y descubierto que me recibe una vez despierta la mañana. Me premia… purifica mi espíritu y, uno a uno, cada elemento de mi ser.
El milagro de la vida permite que en solo minutos la energía hierva a pulso acelerado. Transpira conmigo, se convierte en mi abrigo, me acompaña y me hace fuerte… como diría un trovador… ¡nada se pierde, todo se transforma!
En perfecta alineación traumatológica, cada sección de mi armadura se engrana y alinea con noble simbiosis espiritual. Me crezco y me hago grande… en armonía con los dedos ansiosos que se alzan luz a luz desde cada pulmón vegetal, uno a uno enraizado en la senda que desgasto con mis pasos apresurados, siempre en franca voluntad.
Mi aliento y el itinerario: combinación perfecta que da término a un arco iris de sentidos, completo gracias a la maravillosa integración de las cinco señales de vida, mi razón y mi pasión… que crece con cada aroma percibido y aumenta en compañía de siete tipos de cantares que incorporan en su vuelo el espacio aéreo forjado… su sonido me transporta en los pocos segundos sin vista y con guía divina, a la Plaza Bolívar de Pedro González, noble pueblo en Margarita en el que recibió vida mi padre.
Es así como, desde hace rato en mi existencia, he revelado a mis seres queridos la pasión por esta colina coronada por más de una docena de grandes rocas, rodeadas de la senda trazada por su creador y marcada por rastros de muchos que reconocen el letrero que anuncia su nombre: Parque Las Rocas, Los Samanes, Municipio Baruta.
Foto: Marinela Mata

miércoles, 21 de octubre de 2009

Un texto de Yndira Fernández: Olor a lechuga fresca…

Foto: Pequeño diputado, Kevin Vásquez (http://www.flickr.com/)


Me recuerdo adolescente caminando por las inmediaciones del Capitolio Nacional o del Palacio de las Academias y mi nariz comienza a percibir un olor, un olor tan especial que por instantes podría olvidar el bullicio del centro de Caracas.

Buscando analogía con algo caigo en cuenta de que es un olor a lechuga fresca. Así puedo definirlo. Ha pasado el tiempo y puedo percibir el mismo grato aroma, que creo provenía de los jardines que flanquean el edificio del Capitolio, producido por la mezcla del agua con la tierra y los arbustos.

Si piensas que el centro de la ciudad es solo caos, la invitación es a detenernos, a afinar el olfato y dejarnos seducir por sutiles olores, como ese de tierra mojada que distinguimos desde la infancia y que parecemos haber olvidado. Reencontrarlo puede recordarnos que aún estamos vivos en esta gran ciudad.


viernes, 9 de octubre de 2009

La lluvia, mi abuela y yo

Encerrados como estamos en grandes edificios de hormigón, o rodeados de ellos, hemos olvidado el maravilloso olor y el sonido de la lluvia al contacto con la tierra, con el pavimento, con los techos que dejan pasar su sonoridad. Para mí, de pequeña, los grandes aguaceros se debían a que el cielo se estaba cayendo. Mi abuela no lo desmentía, y era mi cómplice en figurarnos que al chocar contra el pavimento las gotas se transformaban en millones de pequeñas coronas de vidrio. En Caracas, como en el pueblo de donde vengo, la lluvia lava las calles y deja traslucir por minutos su verdadero olor, un olor atávico que se devela ante quienes lo quieran sentir, un olor mineral que también invita a mojarse de ella, como cuando de escolares o liceístas era un reto gozoso que nos empapara los uniformes. Al ver esta escultura de Lorenzo González, La tempestad, renazco niña junto a mi abuela en una tarde de tormenta, y se repite lo que a mis siete años, cuando ella incubaba en mí las historias y fábulas que me impulsaron a escribir.
En estos días llueve tanto...

Foto: Escultura La tempestad de Lorenzo González, ubicada en la GAN (venezolano). Don Perucho http://flickr.com/