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| Foto: Pequeño diputado, Kevin Vásquez (http://www.flickr.com/) |
Me recuerdo adolescente caminando por las inmediaciones del Capitolio Nacional o del Palacio de las Academias y mi nariz comienza a percibir un olor, un olor tan especial que por instantes podría olvidar el bullicio del centro de Caracas.
Buscando analogía con algo caigo en cuenta de que es un olor a lechuga fresca. Así puedo definirlo. Ha pasado el tiempo y puedo percibir el mismo grato aroma, que creo provenía de los jardines que flanquean el edificio del Capitolio, producido por la mezcla del agua con la tierra y los arbustos.
Si piensas que el centro de la ciudad es solo caos, la invitación es a detenernos, a afinar el olfato y dejarnos seducir por sutiles olores, como ese de tierra mojada que distinguimos desde la infancia y que parecemos haber olvidado. Reencontrarlo puede recordarnos que aún estamos vivos en esta gran ciudad.

Encerrados como estamos en grandes edificios de hormigón, o rodeados de ellos, hemos olvidado el maravilloso olor y el sonido de la lluvia al contacto con la tierra, con el pavimento, con los techos que dejan pasar su sonoridad. Para mí, de pequeña, los grandes aguaceros se debían a que el cielo se estaba cayendo. Mi abuela no lo desmentía, y era mi cómplice en figurarnos que al chocar contra el pavimento las gotas se transformaban en millones de pequeñas coronas de vidrio. En Caracas, como en el pueblo de donde vengo, la lluvia lava las calles y deja traslucir por minutos su verdadero olor, un olor atávico que se devela ante quienes lo quieran sentir, un olor mineral que también invita a mojarse de ella, como cuando de escolares o liceístas era un reto gozoso que nos empapara los uniformes. Al ver esta escultura de Lorenzo González, La tempestad, renazco niña junto a mi abuela en una tarde de tormenta, y se repite lo que a mis siete años, cuando ella incubaba en mí las historias y fábulas que me impulsaron a escribir. 