lunes, 1 de diciembre de 2014



La pena del venezolano 


4 de abril de 2011. 12:50 pm del mediodía. Metro de Caracas. Estación Plaza Venezuela. Alguien abandona su asiento para descender del tren. Dos mujeres tratamos de sentarnos en el asiento recién desocupado. Las dos sentimos pena, nos cedemos mutuamente el beneficio. Ella finalmente se sienta y yo me resigno a esperar de pie, agarrada a un salvador tubo metálico, pero no duro mucho… un joven muchacho aindiado me cede su puesto. Hago más que agradecer: ver su rostro y porte por un rato y volver a hacer una de esas reflexiones culturales, o tontas, mientras me viene a la memoria aquella cuña publicitaria en la que unos citadinos en un paseo de autobús al Amazonas lanzaban basura hacia afuera mientras gritaban ¡miren a los indios!, y los “indios” la recogían y la encestaban. Creo que decía al final: Venezuela, un país para querer…, y se quedaba uno con la desazón de escuchar llamar indio, como peyorativo, a lo no civilizado.
A esa hora, el muchacho aindiado y las dos mujeres fuimos civilizados. Gracias a la “pena”, fuimos ciudadanos, practicamos aquello de que “mi derecho termina donde comienza el de los demás”, aquello de ser amables, aquello de no mostrar que estamos cansados y nos queremos sentar. La pena del venezolano no significa tristeza, como aparece en los diccionarios. Es algo que nos enseñaron a sentir desde chiquitos: usted siente hambre, no lo demuestra; usted está muy bravo, o muy alegre, no lo demuestra tampoco; usted se viste decente, de lo contrario sentirá pena;  usted, señorita, cuando se siente, cierre las piernas ¿no le da pena?...
Existe la pena más común, la pena propia y la “pena ajena”, como dice el dicho. Es un tipo de vergüenza: una vergüenza social, que es no mostrarnos del todo ante los demás. Porque el animal es animal, ¿saben? Cumple todos sus instintos y necesidades y no hay problema con eso, mientras que lo humano es lo cultural en añadidura, todo aquello intangible que revela grados de conocimiento y experiencia. En estos días, acabado de ocurrir el terremoto devastador de Japón, hemos sabido de la actitud de los japoneses al verlos tan estoicos: dizque no lloran, no se desesperan, dizque porque fueron enseñados a no molestar al prójimo con energías perturbadoras. Se me parece a eso de la pena.
En nuestro caso, tenían que ser las 12:50 p.m (léase: poca afluencia de pasajeros en el subterráneo) para ver a la pena criolla aflorar en toda su dimensión. Me pregunto: ¿cuando salga por el torniquete hacia mi destino, estación Bellas Artes, será otro “cantar”? Las manillas del reloj habrán girado un poco y seremos los mismos que en la hora pico, no tendremos ningún turbación ante el ser social que es el prójimo, que son “los demás”, esos aún más lejanos hoy que nunca. Lo confirmo. Un muchacho “afrovenezolano” se le atraviesa violentamente a uno “achinado”, casi se lo lleva por delante (no es una cosa de razas la pena o la falta de ella, ya lo vi antes, en el vagón).
Antes de salir del tren a mi diligencia programada me pregunto si mis hijos tendrán esa cultura cismática, si existe para ellos un antes que fue diferente a este después, si sienten pena de mostrar sus necesidades ante la multitud o sucumben a la pulsión de sobrevivir en esta urbe, si se mimetizan con los demás en la práctica diaria de la ley del más fuerte… Los conozco un poco, y supongo, pronunciando una palabra de moda, que las más veces la pena “los dignifica”.


1 comentario:

  1. Buenas tardes, me gustaría tener contacto con usted para corrector de una novela escrita por mi.Jose Acosta
    Saludos, espero pronto su repuesta soy de Caracas

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